J.L. Borges, “Poema conjetural”
El cuento “El Sur” tiene dos características dignas de atención: la primera es que la narración comienza hablando de un hombre ordinario y citadino, a quien el destino termina empujando hacia la orilla; y la segunda es que está fabricado en dicotomías separadas por pliegues. Deleuze explica la teoría del pliegue así:
“El mundo con dos pisos solamente, separados por el pliegue que actúa de los dos lados según un régimen diferente, es el aporte del barroco. (...) La duplicidad del pliegue se reproduce necesariamente en los dos lados que el pliegue distingue, pero que, al distinguirlos, relaciona entre sí: escisión en la que cada término remite al otro, tensión en la que cada pliegue está tensado en el otro” (Deleuze, 1989, 44-45).
En el caso de “El Sur”, la realidad recrea y da escenarios cognoscibles a la ficción. Es el pliegue del texto. Separa, tenue, lo real de lo creado; pero no sólo eso, también separa dicotomías más intangibles, sutiles: autobiografía y ficción, civilización y barbarie, tiempo mítico y tiempo histórico, sueño y vigilia.
Autobiografía y ficción
En “El Sur”, Juan Dahlmann era un oscuro bibliotecario citadino. Su abuelo paterno, Johannes Dahlmann, era pastor de la iglesia evangélica; su abuelo materno, Fancisco Flores, por su parte, era militar, y fue muerto en la frontera de Buenos Aires luchando contra los indios. Juan Dahlmann, el nieto, el resultado de tan imbricado y antagónico popurrí genético, sin proponérselo, termina viviendo el destino de su abuelo criollo y va a morir en el Sur, en la pampa, en un duelo a cuchillo.
Si vamos a la vida de Borges, encontramos esta curiosa analogía: la abuela paterna de Borges era una inglesa casada con un militar criollo que comandaba en Junín un fuerte recostado en la frontera con el territorio indio. Así mismo, como dice Borges:
“Durante años he repetido que me he criado en Palermo. Se trata, ahora lo sé, de un mero alarde literario; el hecho es que me crié del otro lado de una larga verja de lanzas, en una casa con jardín y con la biblioteca de mi padre y de mis abuelos. Palermo del cuchillo y de la guitarra andaba (me aseguran) por las esquinas” (Borges 1970).
Por otro lado, en los años cuarenta, cuando escribió el cuento, era, como Juan Dahlmann, un oscuro bibliotecario. En el Sur, Juan Dahlmann, así genética y razón se contrapongan, no puede evitar ser atraído por el chocar de los cuchillos. Y lo anhela porque es una proyección de lo que Borges mismo siempre quiso ser y nunca fue. Lo dice en “Juan Muraña” y lo dice en sus entrevistas:
“Me hubiera gustado ser un hombre de acción como lo fueron mis mayores. Desgraciadamente, confieso que yo no he muerto en 1874, en el combate de La Verde, y tampoco derroté a los montoneros de Rosas, como mi bisabuelo Suárez. La verdad es que tampoco participé en la Revolución del 90, porque nací nueve años después”. (Vázquez 1985, 70).
En el poema “Alusión a la muerte del coronel Francisco Borges” hay un par de versos que dicen: “… la paciente / muerte acecha en los rifles”, y en el poema conjetural, los siguientes: “huyo hacia el Sur por arrabales últimos (…) Oigo los cascos / de mi caliente muerte que me busca / con jinetes, con belfos y con lanzas”. Más adelante en el mismo poema, agrega: “Yo que anhelé ser otro, ser un hombre / de sentencias, de libros, de dictámenes, / a cielo abierto yaceré entre ciénagas”. Borges toma las figuras militares y políticas que él admira –entre ellas, su propio abuelo paterno— para hablar de su férrea idea del destino. De que la muerte “acecha” siempre, detrás de cualquier esquina. Contrapone al hombre que muere por sus ideas o porque la batalla es su vida y su final es predecible, con el hombre Juan Dahlmann, que es él mismo, y que resulta teniendo ese mismo fatum de sus ancestros, como si la muerte fuera un ciclo infinito que se obstinara a cerrarse siempre en el mismo punto geográfico y en similar situación: En El Sur.
Por otra parte, existe en “El Sur” una relación con dos experiencias personales de Borges: cuando era joven, queriendo subirse al tranvía, resbaló y cayó al suelo. La rueda del coche trasero le abrió la frente “cerca de la sien” (Vázquez 1996, 34) y le rompió los incisivos. Años más tarde, le ocurrió algo parecido y aún más semejante a lo que narra el cuento: era 1938 y él ya trabajaba en una biblioteca, con el cargo de tercer oficial municipal. Iba a buscar a Emita Risso Platero para llevarla a comer en su casa. El ascensor se estaba demorando y él, que al parecer era muy impaciente, tomó las escaleras. “Sintió que algo le rozaba la cabeza pero no le dio importancia. Cuando Emita lo vio, casi se desmaya (…) había chocado con el marco de una ventana que estaba abierta y recién pintada” (Vázquez, 1996, 161). Efectivamente le dio una infección muy fuerte, con fiebre altísima, y la pintura fresca le intoxicó la sangre y le produjo septicemia. Estuvo delirante, sin poder hablar, durante algún tiempo, y llegó a pensar que había perdido la razón por completo. Cuando recuperó la cordura escribió un cuento, pero no fue, sin embargo, “El Sur”, sino “Pierre Menard”. De todos modos, en “El Sur”, y no en “Pierre Menard”, quedó toda esa historia narrada con pelos y señales.
Todo lo anterior sólo nos prueba una cosa: el escritor no puede escribir sino a partir de su propia experiencia. Siempre, en cada cuento, el autor está dejando una pequeña porción de sí. Pero la combina sabiamente con hechos totalmente creados, que tienen que ver, algunos con la realidad de su cultura y de su época, pero en otros, se permite jugar con elementos más abstractos para acoplar la realidad a las ideas que él quiere transmitir.
Civilización y barbarie
Dahlmann está viajando hacia el Sur. No sólo se desplaza en un espacio y un tiempo, no sólo se mueve desde un punto geográfico A, a un punto geográfico B; también viaja desde una tradición cultural A hasta una tradición cultural B. Abandona la confortable Argentina tras su reja, cruza la reja que protegía su apacible y sedentaria biblioteca, para lanzarse a la Argentina de los gauchos, la de la pampa agreste y, valga la paradoja etimológica, salvaje. Esa reja entre civilización y barbarie es exactamente Rivadavia. El mismo cuento la marca: “Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solía repetir que ello no es una convención y que quien entra en esa calle entra en un mundo más antiguo y más firme” (Borges 1993, 271).
Si extendemos la geografía a un plano macrocósmico, el tema del sur cobra viarias connotaciones: El contraste campo (barbarie, sur) - ciudad (civilización, norte) nos traslada a la situación de los países del Sur. Es decir, los que corresponden en el mapamundi a Sudamérica. Éstos responden a una creencia –en parte, gracias a los medios masivos y en parte, cierta— de que el Sur es el lugar del subdesarrollo y de la dependencia económica. Es allí donde habita el arrabal, el malevaje.
El Sur es la unión de dos culturas, es la frontera que las separa y las une, porque Juan Dahlmann, al viajar al Sur, viajaba al criollismo, pero no despojado de su parte europea, su porción de bibliotecario torpe para los cuchillos; al contrario, asumió esas dos mitades de su linaje, tanto su nombre, que era Juan y no Johannes, como su apellido, que era Dahlmann y no Flores. Él, con su nombre criollo y su apellido extranjero, debía viajar al Sur para terminar de fusionar su doble origen, para asumirse híbrido, y ser inmolado para que pudiera recrearse el mundo.
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