lunes, 28 de septiembre de 2020

URGENCIA DE LLAMARSE POETISA


Claudio Magris, en un ensayo sobre Musil titulado “El anillo de Clarisse”, decía que el lenguaje es como un anillo desde el cual el escritor se para a mirar lo inefable, que es como un abismo. Ahora, todos estamos al tanto de la discusión que inició Gabriela Mistral acerca del término poetisa, hasta desterrarlo del diccionario. Sin embargo, quiero permitirme volver sobre esta palabra, y aprovechar para apuntar sobre unas generalidades acerca de la relación poeta – poesía. Quiero volver a nombrar a “la poeta” como “poetisa”, pues “poetisa” no termina con “z” como “hechizo” (algo que está mal hecho), sino con “s”, como sacerdotisapitonisa y papisa. Y eso es lo que es una poetisa: una sacerdotisa, una pitonisa y una papisa. Quiero a continuación explicar por qué. 

La sacerdotisa es la que está consagrada, no a un oficio, sino a un dios. O a una diosa: la palabra. La palabra no fue creada por el hombre para ser subyugada y sometida. La Palabra creó al hombre en un acto de amor. Todos los libros sagrados apuntan a ese hecho. Todas las religiones del mundo, partiendo por los hindúes, los chinos, los judíos, los griegos, los romanos, los japoneses, pueden tener divergencias en la práctica, y en algunos aspectos doctrinales. Pero todas parten de lo mismo: Al principio era la Palabra, el Verbo, el Sonido; Ella era anterior a la luz, ella hizo la luz. Por eso, la vocación de sacerdotisa, implica compromiso, respeto, entrega, amor y comprensión en el sentido de abarcar, de estar en comunión con La Palabra. La manifestación más antigua y más pura de esa palabra sagrada son los mantras y los ensalmos. Ellos son la prueba más directa, y mantras tienen todas las religiones. Mantra es una palabra sánscrita, pero en todas las religiones existen cadenas de palabras cuyo significado no está en la palabra en sí, y tampoco está para que la razón lo comprenda, está para que el cuerpo reciba su resonancia, y para que todos los pasadizos de nuestra alma se llenen con esa agua y con esa luz que da el sonido. La poesía es lo más cercano que hay al mantra. Hoy el verso es libre, pero no es libertino. Porque es sonido, y por lo tanto, conserva la característica esencial de la música.

Ahora, en cuanto a la poetisa como pitonisa, es de resaltar que para los hindúes la mujer tiene sus chakras más desarrollados que el hombre, por la capacidad que se le ha dado para crear vida. Un hombre que hace arte o se dedica a la meditación, puede desarrollar sus chakras hasta alcanzar una total apertura, pero le costará más trabajo. La mujer ya nace con esta ventaja. Por eso, si un poeta debe ser visionario, una mujer que es además poetisa, debe serlo más. En primer lugar, cuando alguien dice que escribe para sí, es una mentira, porque el lenguaje escrito nace de una necesidad de expresión. Los estudiosos dicen que el lenguaje poético no comunica, porque no es directo, y he ahí su magia. Decir “voltee a la derecha y camine cien pasos” no es poesía. Pero indudablemente, el lenguaje poético sí debe expresar. Y siempre hay otro a quien expresarle algo por medios poéticos. Ahora, ¿quién es ese otro? No son los amigos. No son los familiares. No son, ni siquiera, los hijos. Así los poemas vayan dedicados a quienes he mencionado atrás, la poetisa escribe para el otro de un futuro que no verá. Entonces, el ser pitonisa es trascender el tiempo con la poesía.

Y por último, la poetisa como papisa. La papisa es más que la sacerdotisa. Papisa es la que oficia un ritual, y dirige un culto. El ritual de la poesía, el culto a la Palabra. Oficiar el ritual, dirigir el culto, significa conocer la historia de la Palabra. Sobre todo, la historia de la palabra poética. Las formas métricas, los géneros poéticos, las innovaciones en el lenguaje. Sólo conociendo las reglas del juego es posible burlarlas. Sólo conociendo la historia de la palabra poética, la geografía de la palabra poética, es posible llegar a mi propia geografía poética. Una geografía que no está hecha para entender. La poesía, como la música, como los mantras, no está creada para entender, sino para sentir. Por eso dicen algunos, como Roman Jakobson, que la poesía no comunica. Y por eso es la expresión más pura y más transparente del lenguaje humano. La poetisa se devuelve al origen del universo cuando trabaja con el lenguaje, pero no es diosa. La palabra es la diosa. La palabra no le debe respeto a la papisa, pero la papisa sí debe en cada momento de su vida, respetar la palabra. Por eso no podemos matarla con bagazos del lenguaje que se desecharon por contrahechos o porque se dijeron muchas veces. No podemos dejar pasar los lugares comunes en nuestra poesía. La poesía es hacer inusuales las cosas usuales.

Ahora, ¿Sobre qué escribe una poetisa? Una mujer no es más mujer –o menos mujer— porque sea poetisa. La poesía de la mujer no se caracteriza por ser más sensible que la del hombre. Eso está bien para una propaganda de suavizante para ropa, pero no para la poesía. Si algo tiene la poesía es una capacidad liberadora. A la mujer la libera de ser madre, hija, esposa, novia, de ser hormona, ternura, lágrima y dolor. En la poesía el yo circunstancial y de género es un lugar común. La papisa, la pitonisa, la sacerdotisa, en fin, la poetisa, se hace una con la poesía, sacrifica su yo y se devora su propio corazón.

Por eso la poesía trasciende cualquier expresión de sentimientos. Cada cual es libre de escribir lo que siente, pero una cosa es decir: “yo escribí lo que sentía” y otra muy distinta, decir: “yo elaboré este poema”. La poesía no nace del sentimiento. Las lágrimas nacen del sentimiento. Y de esas lágrimas puede salir un texto. Pero ese texto no necesariamente va a ser poesía. La poesía nace del trabajo. La pelea debe ser con las palabras. Cuando un escrito deja de ser una rabia, un dolor, una ilusión personal, para volverse un juego, un deleite con las palabras, ahí será arte, ahí será poesía. Y cuando deja de ser mi ira por mi circunstancia, y comienza a mostrar la compleja maquinaria que es el tiempo y el mundo y la humanidad, ya no es sólo poesía, es alta poesía. Este tipo de poesía ya no habla de mí, habla de lo invisible que a mí me mueve.

Huidobro dijo una vez que el poeta tiene tres misiones en la vida: crear, crear y crear. ¿Y qué es crear para el trabajo particular de la poetisa? Es innovar. Es romper. Las palabras son chispas de La Palabra, pero no por ello se nos prohíbe romperlas. Las palabras, al romperlas, al abrirlas, al tallarlas, es cuando nos muestran nuestro origen. Eso permite que crear sea darle al lector imágenes que él nunca va a ver en la realidad, como, dice Huidobro en uno de sus manifiestos creacionistas, "un pájaro parado en el arco iris", o "un horizonte cuadrado". Si uno reacciona contra estas imágenes tal vez risibles en la vida cotidiana, y trata de meter lo sólido, concreto, racional, en un poema, dice él, “tal vez sirva para amoblar su casa pero no servirá para amoblar su alma”. Por eso una poetisa no debe escribir un poema si no está absolutamente segura de que está diciendo algo totalmente nuevo. Decir que no hay nada nuevo bajo el sol es una postura perezosa. Las herramientas nunca serán nuevas: el martillo, el hacha, el serrucho. Las palabras son herramientas. Las posibilidades que nos dan para construir un poema, son infinitas. Como las posibilidades que nos da un bloque de piedra. La idea no es describir, en un poema, situaciones que ya todos conocen. Como dice Ray Bradbury, “no describas, escribe”. Describir es poner uno al lado del otro hechos y más hechos. ¿Pero, qué es escribir? Es ir al alma de las cosas. Y el alma no es lógica. Por ejemplo, decir que la luna sale de noche no es poesía. Es un hecho. Poesía es decir, por ejemplo, citemos a Neruda, que “tiritan azules los astros a lo lejos”.

La poesía no está en la forma. La forma, igual que las palabras, es una herramienta. Pero la forma sin contenido es igual que un carro sin motor: no me lleva a ninguna parte. No me transporta. Algo que la poesía ha sido y ha de ser siempre, es un medio de transporte. Debe sacar mi mente, y ojalá mi alma, a otro tiempo y a otro espacio, o mejor aún, más allá del tiempo y del espacio. Sacarme de mi cotidianidad y conectarme con lo más íntimo de mí, que es lo más íntimo de los seres humanos.

Tampoco se le puede pedir a una poetisa: escribe sobre tal tema. Los poemas no nacen de una idea impuesta, nacen de una imagen, de un relampagazo, hasta de un sabor. De una pulsión, de una música, de un deseo, de una palabra. Escribir es un trabajo. Es arduo, puede llevar horas y a veces días, pero es sólo porque es un ser vivo y toma su tiempo, como la oruga para transmutar en mariposa. Hay orugas que tienen hasta nueve transformaciones, como la saturnia albofasciata. Jamás le pediremos a esas orugas que se transformen en guayabas. Es lo mismo que forzar nuestra alma a vibrar en un compás que no es nuestro. El poema viene de un lugar que no sabemos. Nos mentimos si ordenamos la vivencia y el poema como un proceso de causa y efecto. El poema se da en una sincronía entre vivencia, alma, y un algo que nos viene de nosedónde. Ese algo que sube por nuestra columna vertebral, se depura en el corazón, se ordena en los centros del lenguaje del cerebro, y sale al papel. Si el proceso comienza en la cabeza, no sirve. A pesar de que Poe dijo que así comenzó su poema El Cuervo, tenía que estar ya la sincronía. De lo contrario, hubiera resultado un poema de rima y métrica perfectas pero sin vida.

Por otro lado, si nos ponen a elegir entre el bordado y la poesía, o entre el baile y la poesía, hay que elegir el bordado o el baile. Ser poeta o poetisa no es un hobby. Es una necesidad fisiológica. Se come poesía, se respira poesía, se camina poesía, y cuando sale el poema, cuando ponemos el último verso sobre el papel, produce el alivio de quien llega rabioso a la cima de una montaña y grita. Nosotros no trabajamos para la fama. No trabajamos para. Ni trabajamos por. Trabajamos. Igual que lo ignoto toca la célula y la divide en dos, así nacen los poemas en nuestra cabeza. Y no hay más remedio que escribir el milagro.

Ahora, hay muchas maneras de publicar todo lo que se escribe: los chats, los blogs, facebook o los correos masivos con presentaciones en powerpoint. Pero ni poeta ni poetisa deben buscar que todo lo que escriba sea, por una parte, poético, y por otra, publicable. De nuevo, poeta y poetisa se unen en el trabajo, en la lenta maestría. No en la publicación de obras. Por una razón además ecológica: El poeta es creador, pero la poetisa es dadora de vida, es uno con lo sagrado, por eso no contamina; publica sólo lo mejor. Es importante tener conciencia ambiental. Conciencia y paciencia. La poesía no debe contaminar el mundo, debe purificar el alma.

Las palabras son un juego, hermoso, intrincado, arduo. Tantos siglos de buena poesía, no nos podemos hacer los tontos escribiendo como cavernícolas… “mi mamá me mima”, “la luz calienta”, “eres mi vida, mi cielo, mi amor”… Rompe. Rompe los paisajes. Desaprende. Mira ese pájaro elevándose en el cielo. Y piensa: es el pájaro el que vuela en el cielo, o es el cielo que va empujando al ala que va empujando al pájaro? Las frases no existen. Olvídate de ellas. Sólo tienes las palabras como fichas de lego nuevo. Ahora, hay una última cosa que hay que decir de la palabra. La palabra, por ser El Dios andrógino, es inabarcable y en gran parte incomprensible. Una poetisa navega hasta el borde del lenguaje y se da cuenta de que no puede decirlo todo. Sólo puede perseguir la luz recóndita de las palabras, sin apresarlas nunca. Sólo quedan sobre el papel, las letras, plumas calcinadas de esa experiencia con el Verbo incandescente. El ser poetisa es una elección que está predestinada al fracaso, y por eso es bella; es bella en cuanto trágica. Es someterse al awaré, que significa asombro en japonés, y se escribe igual que “aware”, conciencia en inglés. Es asombro y conciencia. Un estudioso del Haiku alguna vez dijo que lo sagrado para los japoneses era como llegar a un recinto del que se acabara de ir la persona amada, y en el que apenas quedara su fragancia. No se puede abarcar, apenas percibir un tenue rastro. Y la poesía para los japoneses parte de ese aliento que deja lo sagrado sobre lo creado, y de lo aún más ínfimo que el lenguaje poético puede expresar sobre esa experiencia mística. Yo convoco a todos los que me escuchan, a no olvidar de dónde nos vinieron las palabras. A tratarlas como dioses vivos. A oficiar el culto de constante éxtasis que es la poesía. Por eso es que la palabra "poetisa" debe perdurar.

 

lunes, 21 de septiembre de 2020

EL ESPEJO: PLIEGUE DE "EL SUR" DE J.L. BORGES (PARTE 2)

Literatura y realidad

“Las mil y una noches” y “Martín Fierro” marcan los diferentes momentos del cuento "El sur" de Borges. Aparecen aquí, como referentes, las dos obras maestras que el oscuro bibliotecario más admira: La obra del nor-oriente árabe, y la del sur-occidente americano. Además de pertenecer, cada una, a su propia antigüedad. Dichos volúmenes a su vez contrastan dos aspectos que han movido las religiones y las filosofías: el destino y el libre albedrío. “Las mil y una noches” son el arma que Sherezade usa para volver su destino –la muerte— una sobrevivencia. En “Martín Fierro”, el destino gana: Fierro muere.

En “El Sur”, Borges dice: “Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones” (Borges 1993, 268). El destino es irrevocable, pero las distracciones lo hacen más cruel: Dahlmann se distrae, y lo hace gracias a “Las mil y una noches”. Se distrae y por eso se tropieza con el batiente. Pero también, esos relatos, como a Sherezade, le sirven de milagros superfluos para retardar la muerte. La princesa se salva, sin embargo, mientras que Dahlmann va a morir (perdón por el spoiler). La consigna de que “a la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos” (Borges 1993, 270), tampoco fue hecha al azar. Dahlmann se debate entre lo que lee y lo que es; entre la posibilidad de engañar al destino, y de simplemente llegar a él sin sentirlo.

Esto prueba también que lo que Dahlmann va a hacer en el Sur no es convalecer de su enfermedad, sino recobrar su pasado. Y para ello, como dice Sarlo, “... las coincidencias son el camino elegido por el destino” (Sarlo, 103).  Entonces se encuentra metido en una escena totalmente gauchesca, en una pulpería, rodeado de campesinos. Lo llaman por su nombre y resulta involucrado en un duelo, cuando nunca ha peleado y a sabiendas de que va a morir: “Desde un rincón, el viejo gaucho estático, en el que Dahlmann vio una cifra del Sur (del Sur que era suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo” (Borges 1993, 278).

En “El Sur”, prima el código del duelo y la venganza, código gaucho de honor, heredado de la Europa medieval, código más poderoso que las indiferentes y lejanas leyes impuestas por el gobierno. Es así que se arreglan las desavenencias. Como en otro cuento de Borges, “La Intrusa”, que nos muestra que incluso un problema de celos –o de homosexualidad dependiendo de la mirada— se arregla estampando una muerte en algún prado. Este tipo de violencia que hoy puede verse como algo brutal, bestial y deleznable, para los compadritos, malevos y gauchos de épocas pasadas –y Borges lo comprende— hacía parte de un sistema de costumbres muy organizado, en que como parte de los deberes de un habitante de estos lugares, morir o matar servía para restablecer un orden perdido. Era sagrado e inviolable. Este código legislativo no estaba impreso, sino que hacía parte de una sociedad que aún creía en la palabra: con ella vendía, compraba, armaba matrimonios, lograba préstamos, y si incumplía, bastaba una palabra para que se sellara su muerte. Borges anhelaba esos tiempos. Una de sus preocupaciones era que América había perdido sus fantasmas. En “El tamaño de mi esperanza”, el autor escribe : “No hay leyendas en esta tierra y ningún fantasma camina por nuestras calles. Ese es nuestro baldón”. (Borges 1994, 13). Lo que hay en "El Sur" es una fusión de culturas, la unión entre lo americano y lo europeo. Esta hibridación no sólo se refiere a la historia de Borges, sino a la Argentina misma, e incluso a toda Latinoamérica. La dicotomía “Las Mil y una Noches” – “Martín Fierro” es una muestra de este doble juego de raíces. Las dos superficies coexisten, no para convivir simétricamente, sino para establecer una dinámica de conflicto. Y el pliegue es el límite o la frontera entre ellas; es la diferencia pero al mismo tiempo es la línea que las une. Borges se enfrenta a esa dicotomía, al problema de la coexistencia conflictiva entre civilización y barbarie, superficies separadas y al mismo tiempo unidas por la línea sutil del pliegue.

 

Tiempo mítico y tiempo histórico


Borges resalta El Sur como lo arrabal, pero también como la tierra anhelada, la recuperación de los orígenes. El Sur aparece como una tierra antigua y real, más real que el mundo citadino y monótono en que vive el personaje. El Sur es el espacio de la liberación y de la muerte. Y la muerte no es un final, sino un comienzo cíclico, donde cada tanto alguien  - Francisco Flores o Juan Dahlmann - debe ser inmolado para restablecer el cosmos.

Buenos Aires es, en contraste, el mundo donde se vive un tiempo histórico, lineal, monótono y solamente relacionado con el tiempo mítico a través de la literatura que todo lo pone en presente cada vez que alguien lo lee. El Sur, en cambio, en cuanto que salvaje, es dinámico, y al permanecer en él esos grupos gauchos y esos códigos de honor, permanece también, intocado, el tiempo de los mitos, que es cíclico. Es un eterno retorno en donde cada acto se repite infinitamente, se actualiza, y de esta manera, el presente se perpetúa. Sólo en el Sur podía cumplirse el destino de Juan Dalhmann.

 

Sueño y vigilia


En el cuento, el protagonista es herido, no por una espada que empuñara un indio o un gaucho o un español; no a causa de una disputa de ideas políticas y ni siquiera por una medición de poder o valentía. La herida es causada por la distracción de Dahlmann frente a una fuerza suprahumana, la fuerza divina del Destino. Quizá cuando recibió su herida no fue por un batiente, sino por una espada del otro lado del pliegue, que alcanzó su carne. Nadie corrobora que en realidad haya sido un batiente, y Dahlmann tampoco lo verifica. Quizá “las Mil y una noches” fueran algo más que un libro, de pronto eran la llave de la puerta, una llave hecha de palabras, como un conjuro, para cruzar el espejo de Alicia, el pliegue. Cabe la posibilidad de que la pelea en esa pampa, tan extranjera a su vida, sólo fuera un sueño, una alucinación, igual que todas las que sucedieron a esa misteriosa herida. Los siguientes fragmentos del cuento contienen una reiterada alusión al infierno, una aparición significativa del número 8, y las palabras muerte y destino en una misma oración.

“las ilustraciones de Las Mil y Una Noches sirvieron para decorar pesadillas. (…) le maravillaba que no supieran que estaba en el infierno. Ocho días pasaron, como ocho siglos (…) en los días y noches que siguieron a la operación pudo entender que apenas había estado, hasta entonces, en un arrabal del infierno (…) pero cuando el cirujano le dijo que había estado a punto de morir de una septicemia, Dahlmann se echó a llorar, condolido de su destino” (Borges 1993, 269-270).

 

El ocho, que representa el infinito para los árabes (pues es como un 0 mirándose en el espejo), más las pesadillas y el infierno que llevan al lector aguzado a pensar en los viajes órficos; es como el túnel que lleva a Alicia al País de las maravillas. “El Sur, pues, aparece como purgatorio o como infierno, y su reino es el del horror” (Ayala Poveda, 4).  Y lo induce a una fiebre altísima producida por la septicemia. Alucina, alucina con “Las mil y una noches”, el 1001 que es una capicúa y también evoca un espejo, es el 10 que es a la vez 2, 1 y 0, lingam y yoni; macho y hembra. Son dos realidades paralelas pero opuestas entre sí. 

Borges comienza “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” con esta oración: “Debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar” (Borges 1993, 15). Más adelante agrega: “los espejos y la cópula son abominables porque multiplican el número de los hombres” (Ob. cit., 16). También habla de una escuela filosófica que sostiene que “mientras dormimos aquí, estamos despiertos en otro lado y que así cada hombre es dos hombres” (ob. cit., 30). Es decir, como en “La forma de la espada”, “yo soy los otros, cualquier hombre es todos los hombres” (Ob. cit., 183). Alude al postulado de la ubicuidad de la física cuántica que dice que  una partícula son dos partículas a la vez, y el de el entanglement que lo complementa diciendo que ambas partículas están íntimamente ligadas. Por eso, un hombre puede ser dos hombres, y todos los hombres, un solo Hombre. Este es precisamente el caso de Dahlmann. Ese viaje órfico es un pasaje entre el momento en que Dahlmann muere en ese hospital, y el lapso que sigue sólo es lo que su cerebro imagina mientras las neuronas se van apagando. Su viaje es a través del espejo, es un viaje no espacial sino temporal. En el instante de la fiebre, él es él y es también todos sus ancestros, y es además todos los héroes de su biblioteca; es todas las posibilidades de “El jardín de senderos que se bifurcan”: “El tiempo se bifurca perpetuamente hacia innumerables futuros” (ob. cit., 48). En este caso, el tiempo, todos los tiempos, los tiempos de los héroes y los tiempos de los infames, confluyen en un solo espacio y en un solo cuerpo, que acaso no pertenezca a un héroe –pero eso es un detalle nimio— para esa mise-en-scène de la muerte. Dahlmann alucina, en las orillas de la vida, y abre, con sus pesadillas, su literatura y su fiebre, la puerta que lo lleva al Sur. Es la puerta etérea que precede a la puerta física de Rivadavia, que traza una línea entre Buenos Aires y la pampa. Es el pliegue que divide la vida ordinaria del bibliotecario, de la vida extraordinaria –o mejor, la muerte— del héroe.

 

La orilla, el centro


Todas las dicotomías tratadas en este ensayo, separadas unas de otras por el pliegue deleuziano, son la condición para que Borges sea un escritor de las orillas. Pues el hombre latinoamericano, el mestizo que se resume en Dahlmann, al viajar al Sur, está buscando su orilla, su frontera, que es, aunque parezca paradójico, su centro, es el centro de sí mismo, donde confluyen todas sus culturas y razas internas que pacientemente se fueron fraguando para moldear sus huesos, su carne, el color de sus ojos, el color de su pensamiento. En este cuento, basado en estructuras narrativas que nos vienen de Europa, hay de fondo un compromiso profundísimo con la identidad de América, y no sólo porque el autor habite en este continente, sino porque por sus propias venas circula sangre de todas las etnias, sangre que ha venido a enraizarse en este continente, el continente del Sur. Borges, desde la orilla, desde la periferia, plantea una serie de temas que confluyen y se separan al mismo tiempo gracias al pliegue. Dichos temas corresponden con filosofías y espiritualidades de diferentes latitudes del planeta, y corresponden con su propia vida, su experiencia, las muertes que él mismo lleva a cuestas. Esa es la tensión. Es la indisoluble relación de cada polo con su opuesto, y a su vez, de cada par de opuestos con los demás pares.

 

BIBLIOGRAFIA

 

Ayala Poveda, Fernando. “Jorge Luis Borges: El Sur o la asunción de un duelo interminable”, en El Café Literario, Vol. IX, 1986, pp. 2-6.

Borges, Jorge Luis. El tamaño de mi esperanza. Colombia: Ed. Seix Barral, Colección Biblioteca Breve, 1994.

--------. “El Sur”, “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” y “La forma de la espada”  en Ficciones; Buenos Aires, María Kodama Y Emecé Editores, S.A., 1993.

--------. Antología poética 1923-1977. Madrid: Emecé editores y Alianza editorial, colección El libro de bolsillo, 1995, 6ª impresión.

Deleuze, Giles. El pliegue: Leibniz y el Barroco.  Barcelona: Paidós, 1989, Pp. 44-45.

Sarlo, Beatriz. Borges, un escritor de las orillas. Buenos Aires: Espasa Calpe/Ariel, 1995.

Vázquez, María Esther. Borges, sus días y su tiempo. Buenos Aires: Javier Vergara Editor S. A, 1984. Pp. 60, 70.

--------. Borges, esplendor y derrota. Editorial Tusquets, colección andanzas, 1996. 

 

lunes, 14 de septiembre de 2020

EL ESPEJO: PLIEGUE DE “EL SUR” DE J.L. BORGES (PARTE 1)

 “Oigo los cascos
de mi caliente muerte que me busca
con jinetes, con belfos y con lanzas.
Yo que anhelé ser otro, ser un hombre
de sentencias, de libros, de dictámenes,
a cielo abierto yaceré entre ciénagas;
pero me endiosa el pecho inexplicable
un júbilo secreto. Al fin me encuentro
con mi destino sudamericano”.

J.L. Borges, “Poema conjetural”

 

El cuento “El Sur” tiene dos características dignas de atención: la primera es que la narración comienza hablando de un hombre ordinario y citadino, a quien el destino termina empujando hacia la orilla; y la segunda es que está fabricado en dicotomías separadas por pliegues. Deleuze explica la teoría del pliegue así:

“El mundo con dos pisos solamente, separados por el pliegue que actúa de los dos lados según un régimen diferente, es el aporte del barroco. (...) La duplicidad del pliegue se reproduce necesariamente en los dos lados que el pliegue distingue, pero que, al distinguirlos, relaciona entre sí: escisión en la que cada término remite al otro, tensión en la que cada pliegue está tensado en el otro (Deleuze, 1989, 44-45).

En el caso de “El Sur”, la realidad recrea y da escenarios cognoscibles a la ficción. Es el pliegue del texto. Separa, tenue, lo real de lo creado; pero no sólo eso, también separa dicotomías más intangibles, sutiles: autobiografía y ficción, civilización y barbarie, tiempo mítico y tiempo histórico, sueño y vigilia.

 

Autobiografía y ficción

En “El Sur”, Juan Dahlmann era un oscuro bibliotecario citadino. Su abuelo paterno, Johannes Dahlmann, era pastor de la iglesia evangélica; su abuelo materno, Fancisco Flores, por su parte, era militar, y fue muerto en la frontera de Buenos Aires luchando contra los indios. Juan Dahlmann, el nieto, el resultado de tan imbricado y antagónico popurrí genético, sin proponérselo, termina viviendo el destino de su abuelo criollo y va a morir en el Sur, en la pampa, en un duelo a cuchillo.

Si vamos a la vida de Borges, encontramos esta curiosa analogía: la abuela paterna de Borges era una inglesa casada con un militar criollo que comandaba en Junín un fuerte recostado en la frontera con el territorio indio. Así mismo, como dice Borges:

Durante años he repetido que me he criado en Palermo. Se trata, ahora lo sé, de un mero alarde literario; el hecho es que me crié del otro lado de una larga verja de lanzas, en una casa con jardín y con la biblioteca de mi padre y de mis abuelos. Palermo del cuchillo y de la guitarra andaba (me aseguran) por las esquinas” (Borges 1970).

 Por otro lado, en los años cuarenta, cuando escribió el cuento, era, como Juan Dahlmann, un oscuro bibliotecario. En el Sur, Juan Dahlmann, así genética y razón se contrapongan, no puede evitar ser atraído por el chocar de los cuchillos. Y lo anhela porque es una proyección de lo que Borges mismo siempre quiso ser y nunca fue. Lo dice en “Juan Muraña” y lo dice en sus entrevistas:

“Me hubiera gustado ser un hombre de acción como lo fueron mis mayores. Desgraciadamente, confieso que yo no he muerto en 1874, en el combate de La Verde, y tampoco derroté a los montoneros de Rosas, como mi bisabuelo Suárez. La verdad es que tampoco participé en la Revolución del 90, porque nací nueve años después”. (Vázquez 1985, 70).

En el poema “Alusión a la muerte del coronel Francisco Borges” hay un par de versos que dicen: “… la paciente / muerte acecha en los rifles”, y en el poema conjetural, los siguientes: “huyo hacia el Sur por arrabales últimos (…) Oigo los cascos / de mi caliente muerte que me busca / con jinetes, con belfos y con lanzas”. Más adelante en el mismo poema, agrega: “Yo que anhelé ser otro, ser un hombre / de sentencias, de libros, de dictámenes, / a cielo abierto yaceré entre ciénagas”.  Borges toma las figuras militares y políticas que él admira –entre ellas, su propio abuelo paterno— para hablar de su férrea idea del destino. De que la muerte “acecha” siempre, detrás de cualquier esquina. Contrapone al hombre que muere por sus ideas o porque la batalla es su vida y su final es predecible, con el hombre Juan Dahlmann, que es él mismo, y que resulta teniendo ese mismo fatum de sus ancestros, como si la muerte fuera un ciclo infinito que se obstinara a cerrarse siempre en el mismo punto geográfico y en similar situación: En El Sur.

Por otra parte, existe en “El Sur” una relación con dos experiencias personales de Borges: cuando era joven, queriendo subirse al tranvía, resbaló y cayó al suelo. La rueda del coche trasero le abrió la frente “cerca de la sien” (Vázquez 1996, 34) y le rompió los incisivos. Años más tarde, le ocurrió algo parecido y aún más semejante a lo que narra el cuento: era 1938 y él ya trabajaba en una biblioteca, con el cargo de tercer oficial municipal. Iba a buscar a Emita Risso Platero para llevarla a comer en su casa. El ascensor se estaba demorando y él, que al parecer era muy impaciente, tomó las escaleras. “Sintió que algo le rozaba la cabeza pero no le dio importancia.  Cuando Emita lo vio, casi se desmaya (…) había chocado con el marco de una ventana que estaba abierta y recién pintada” (Vázquez, 1996, 161). Efectivamente le dio una infección muy fuerte, con fiebre altísima, y la pintura fresca le intoxicó la sangre y le produjo septicemia. Estuvo delirante, sin poder hablar, durante algún tiempo, y llegó a pensar que había perdido la razón por completo. Cuando recuperó la cordura escribió un cuento, pero no fue, sin embargo, “El Sur”, sino “Pierre Menard”. De todos modos, en “El Sur”, y no en “Pierre Menard”, quedó toda esa historia narrada con pelos y señales.

Todo lo anterior sólo nos prueba una cosa: el escritor no puede escribir sino a partir de su propia experiencia. Siempre, en cada cuento, el autor está dejando una pequeña porción de sí. Pero la combina sabiamente con hechos totalmente creados, que tienen que ver, algunos con la realidad de su cultura y de su época, pero en otros, se permite jugar con elementos más abstractos para acoplar la realidad a las ideas que él quiere transmitir.

 

Civilización y barbarie

Dahlmann está viajando hacia el Sur. No sólo se desplaza en un  espacio y un tiempo, no sólo se mueve desde un punto geográfico A, a un punto geográfico B; también viaja desde una tradición cultural A hasta una tradición cultural B. Abandona la confortable Argentina tras su reja, cruza la reja que protegía su apacible y sedentaria biblioteca, para lanzarse a la Argentina de los gauchos, la de la pampa agreste y, valga la paradoja etimológica, salvaje. Esa reja entre civilización y barbarie es exactamente Rivadavia. El mismo cuento la marca: “Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solía repetir que ello no es una convención y que quien entra en esa calle entra en un mundo más antiguo y más firme” (Borges 1993, 271).

Si extendemos la geografía a un plano macrocósmico, el tema del sur cobra viarias connotaciones: El contraste campo (barbarie, sur) -  ciudad (civilización, norte) nos traslada a la situación de los países del Sur. Es decir, los que corresponden en el mapamundi a Sudamérica. Éstos responden a una creencia –en parte, gracias a los medios masivos y en parte, cierta— de que el Sur es el lugar del subdesarrollo y de la dependencia económica. Es allí donde habita el arrabal, el malevaje.

El Sur es la unión de dos culturas, es la frontera que las separa y las une, porque Juan Dahlmann, al viajar al Sur, viajaba al criollismo, pero no despojado de su parte europea, su porción de bibliotecario torpe para los cuchillos; al contrario, asumió esas dos mitades de su linaje, tanto su nombre, que era Juan y no Johannes, como su apellido, que era Dahlmann y no Flores. Él, con su nombre criollo y su apellido extranjero, debía viajar al Sur para terminar de fusionar su doble origen, para asumirse híbrido, y ser inmolado para que pudiera recrearse el mundo.