jueves, 27 de agosto de 2020

LA ATEMPORALIDAD DE “EL MUNDO DE AYER” DE STEFAN ZWEIG (PARTE 1)

 El autor comienza diciendo que su intención no es contar su vida, sino ponerse como testigo de un momento histórico determinado. Por la época en que le tocó nacer y vivir, en el momento en que comienza a escribir estas memorias ya “tres veces me han arrebatado la casa y la existencia, me han separado de mi vida anterior y de mi pasado, y con dramática vehemencia me han arrojado al vacío, en ese ‘no sé adónde ir’ que ya me resulta tan familiar.” (pg. 9). Él dice que, como le ha tocado vivir, cuando le preguntan por su vida, se pregunta “¿Cuál de ellas?” Porque la de antes de la guerra, la de la primera guerra, la de la segunda, todas le resultan tan diferentes que es como si hubiera vivido, no una, sino varias vidas. Como si hubiera sido varios hombres a lo largo de su existencia. Como si su alma hubiera tenido que vivir para dividirse en YOES progresivos. Igual le pasa cuando piensa en “su casa”, porque con todo lo que tuvo que desplazarse, cada casa donde vivió, donde soñó, donde amó y también donde temió y odió, le produce escalofrío. Aquí es donde comienza a compararse a sí mismo, un ser de múltiples vidas y múltiples lugares de habitación – las memorias las escribe en un hotel, que es aún más desarraigado que cambiar de casa – con su padre y con sus abuelos, las generaciones que le preceden. “Se nos ha reservado a nosotros el ‘privilegio’ de participar de lleno en todo aquello que, por lo general, la historia asigna cada vez a un solo país y un solo siglo” (pg. 12). En toda esta serie de cambios que marcaron los primeros casi cincuenta años del siglo XX, él estuvo en las dos guerras mundiales, una como alemán, otra como antialemán. Y se marca un contraste muy grande entre el antes de la guerra y el durante la guerra. “Antes de la guerra había conocido la forma y el grado más altos de la libertad individual y después, su nivel más bajo desde siglos” (pg. 13). Todo esto enlazado también a cambios fuertes a nivel ideológico y filosófico: el fascismo en Italia, el nacionalsocialismo en Alemania, el bolchevismo en Rusia, “y sobre todo, la peor de todas las pestes: el nacionalismo – dice – que envenena la flor de nuestra cultura europea. Me he visto obligado a ser testigo indefenso e impotente de la inconcebible caída de la humanidad en una barbarie como no se había visto en tiempos y que esgrimía su dogma deliberado y programático de la antihumanidad” (idem). Observa una contradicción entre la máxima barbarie y el máximo crecimiento tecnológico – y eso que no alcanzó a presenciar el lanzamiento de las bombas de Hiroshima y Nagazaki que conjugaron de la manera más perfecta estos dos polos.

Luego de esta breve pero contundente introducción, pasa al capítulo I, llamado “El Mundo de la Seguridad” (pg. 17). Aquí compara más detalladamente estos cambios a nivel generacional, entre sus abuelos, sus padres y él mismo. Dice entonces, sobre el siglo que le antecede, “todo lo radical y violento parecía imposible en aquella era de la razón”. Mientras sus abuelos y sus padres acumulaban riquezas para proporcionarle estudios a sus hijos, y para disfrutar moderadamente de la vida bajo un régimen monárquico que daba seguridad, tranquilidad, y a permitía en Austria que vivieran y crearan todos los grandes pintores, escultores, compositores. Austria entonces era la capital culta de Europa, y del mundo. A ella iban todos los que querían ser testigos – o partícipes – del buen arte, las buenas costumbres, la buena literatura. Pero comienza a contar cómo comienza a cambiar este estado, empezando por la propia nobleza, que deja de interesarse poco a poco por el arte y la cultura, y deja de patrocinar a los artistas. Paralelamente comienza a surgir esa burguesía de los fondos de la sociedad, para ostentar su dinero de una forma grotesca, y para participar de los eventos reservados hasta entonces para la alta sociedad. Y comienzan a notarse demasiado, entre los demás habitantes de las ciudades austríacas, primero, y después, en la literatura. Los abuelos de Zweig, o su padre, que rara vez se daba lujos de irse a pasear a hoteles caros, o de comprar para él o para su familia ropa costosa, y que se preocupaba solamente en tener una vida sin apremio, ven escandalizados cómo la sociedad comienza a contaminarse por el culto a la apariencia y por el progresivo y tenue alejamiento del cultivo del alma. Sin embargo se respira aún tranquilidad y cada familia hereda de padres a hijos una misma casa, que ocupa desde que nace hasta  que muere, compartida por bisabuelos, abuelos, tíos, sobrinos, primos, hermanos, y familia política. Esto le produce nostalgia a Zweig, pero también dice que esta calma chicha era perjudicial, porque no permitía a los hombres conocer esos horrores de la guerra, y por lo tanto, más dolorosa resultó cuando llegó.

El capítulo II habla de los recuerdos que tiene él de su escuela, y esto nos hace reflexionar ahora a nosotros lectores sobre la educación.  Porque esa escuela que él recuerda, parece más un campo de concentración – en el sentido literal y un poco histórico del término. Él cuenta cómo la letra con sangre entraba, en ese frío que venía de afuera pero que penetraba también los corazones de los profesores, para quienes no era importante siquiera que los niños aprendieran, sino tenerlos ocupados, y lo más humillados posible, mientras crecían y podían ocuparse en algo que no estorbara a los demás. La escuela es para él “la ciencia de todo cuanto no vale la pena saber” (pg. 51). Y habla también sobre lo que era “ser joven” en esa época. Porque los jóvenes no participaban activamente en la vida política ni social de las ciudades. Y ser joven era un lapso que duraba al menos cuarenta años de la vida de un hombre. Por lo tanto, era en la vejez, cuando ya la lucidez, la agilidad, las ganas y la salud no existen o están en proceso continuo de decadencia. Lo que sobraba de sabiduría y conocimiento, faltaba en capacidad lúdica – y lúcida.

En conclusión hasta ahora podemos decir que evidentemente si vamos a estudiar la literatura del siglo XIX tenemos que estudiar todos estos procesos sociales, políticos y económicos acaecidos en los primeros cincuenta años del siglo XX, y qué más directa forma de verlos que contados por un hombre de la calidad literaria y ética de Zweig, que hasta el último minuto rehusó participar en las filas militares de los belicosos, y que además, sin ningún acceso a cartas, a diarios, a bibliotecas, desde una habitación de hotel escribió su vida, de una forma tan profundamente analizada, contando sólo con su propio dolor, su propio desarraigo, la pregunta que ya no se hacía: “¿Hacia dónde vamos?”. La pregunta que sin quererlo, pronto se respondería: “a la muerte”. 

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