Coronavirus: ¿el extraño caballero del murciélago o el viejo conocido dentro de nosotros?
La célula trabaja arduamente. ¿En qué? En replicar, en fotocopiar, en imprimir en 3D a un desconocido que ha venido a tocar las puertas de su membrana. No podemos estar seguros de que ella sepa que está cometiendo un crimen al hacer de uno, infinitos soldados asesinos. Sólo sabemos que, de ser un malevo conocido ese que viene con el pedido de replicarse, la diminuta artista, la minúscula tejedora, sería ejecutada de un tiro en la membrana por la guardia celular. Pero, como no está en la lista de los más buscados de la oficina celular de correos, los ejércitos siguen y siguen replicándose. Y no como los replicantes de Blade Runner.
Este ser sin organelos pero con genoma, el virus, es astuto: se asegura de que su ejército sin lindes no se quede en la célula, de que sea posible no morir en el aire sino ir de superficie en superficie, de mano en mano. De hacer de nuestro eros el primer puente de su imperio.
Habíamos ya olvidado abrazarnos, habíamos olvidado mirarnos a los ojos y tomarnos de las manos en los restaurantes, en la mesa del comedor frente al plato caliente, en estos tiempos transmediales y transmileniales, nadie se sonreía. Ahora, la distancia es mandatoria. ¡Y cuánto faltan los abrazos de los amigos! ¡Qué falta hace congregarse en un restaurante, brindar por cualquier tontería! ¡Qué falta hace vivir!
El desconocido anula la línea del tiempo al reproducirse, como una persona ante dos espejos enfrentados. En cambio nosotros, seres finitos, necesitamos del tiempo, más que como línea, como océano, como ola que a veces trae peces y a veces, sólo arena, para replicarnos. La legión de clones nefastos lo sabe. Piensa al unísono. Y nos conoce. Nuestra difícil relación con el tiempo y con la vida. Nuestra necesidad del abrazo. Y nuestra relación con el aire, tan sencilla y a la vez tan perentoria.
Pero, ¿es un extraño realmente? ¿Es verdad que ha venido de afuera y que nunca antes lo vimos? El primer caso en Italia alega no haber tenido contacto con ninguno de los contagiados en China. Este virus, se sabe, no viaja por el aire.
El dato curioso es que dentro de la estructura del ADN han descubierto que, intercalado con las cadenas de proteínas, hay material viral. Y que, de hecho, bien colocado dentro de esas maravillosas escaleras retorcidas de nuestro infinito cosmos interior, los virus nos brindan cualidades que hasta conforman algunos de nuestros rasgos culturales. En un experimento, inyectaron uno de los virus del genoma humano, en ratas, y e resultado fue que estos animalitos comenzaron a comportarse de forma monogámica. Quizá el amor sea, después de todo, una infección.
Más allá de eso, la hipótesis que comienza a urdirse es que todos los organismos complejos se hicieron a partir de virus. Desde las bacterias hasta el ser humano. Virus que, sin ser vida, han sido capaces de irse organizando y fundando sistemas. Es tan importante la acción de los virus en la composición de los seres vivos (del reino animal al menos) que podría pensarse que quizá la sustancia de la razón esté contenida en esas bolitas con patas, que no están vivas en sí, pero que así como dan vida y la organizan, así mismo la pueden desorganizar, y quitar.
¿Será posible que nosotros hayamos cargado con el Coronavirus durante toda nuestra larga caminata por los tiempos, y que justo en este momento haya elegido soltarse, mota de polvo, para lograr un propósito que el mundo no pudo lograr?
Miremos lo bien que le ha ido al mundo sin nosotros durante esta cuarentena: cielos azules, ríos limpios, animales salvajes caminando por las calles, hasta la capa de ozono nos agradece el habernos enfermado. En “La guerra de los mundos” de H.G. Wells, son las bacterias quienes logran matar a los alienígenas que los humanos no habían podido exterminar. De una forma parecida, el virus ha logrado que cumplamos esas normas que los iluminados propusieron hace años para salvar al mundo y la mayoría no fue capaz de cumplir. De pronto el Coronavirus es nuestra verdadera razón, nuestra verdadera sensatez, en su forma más radical.
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